jueves, 10 de diciembre de 2009

El árbol de mis vecinos

En cuanto se levanten de sus camas y bajen al comedor, se encontrarán con la sorpresa de que la Navidad ha asomado sus ramas verdes y se ha instalado vestida de gala y luces intermitentes en el corazón de su hogar. Todas esas bolas de cristal devolverán el reflejo de unas sonrisas que no cabrán en unas caras repletas de felicidad. No sé que cuento relatará su madre a los dos niños explicándoles cómo ha llegado ese árbol, pero estoy seguro de que aquél polinizará hasta el recreo de su colegio mañana en cuanto compartan su alegría e inocencia con el resto de compañeros que seguramente han sido también tocados por la magia de la Navidad. Y es que su madre lleva trabajando en el montaje del árbol toda la noche. Desde mi ventana veo su esfuerzo e ilusión. Se enmaraña entre luces y adornos. Los niños, sin embargo, se hallan en la galaxia del sueño y no sospechan nada. Quizás lo esperen, pero para ellos no hay medida de tiempo. Supongo que mirar por mi ventana y ver este escenario me ha hecho descubrir uno de los encantos de ésta época. No hay nada como la familia y no hay nada como el amor que las madres profieren a sus hijos. Por un momento he sentido envidia, pero ésta se ha desvanecido ante la ternura de lo que imagino pasará mañana en cuanto esos dos niños vean que por fin, ha llegado la Navidad.

viernes, 20 de noviembre de 2009

¡Qué descanso!

Estoy llamando con los nudillos de mi mano a la puerta que abre un fin de semana anhelado que espero deje escapar un aire de tranquilidad que inunde mi maltrecho brío. Ardua semana la mía con visos de desenlace que deja ya a mi estómago resoplando con alivio y es que, lejos de haberme topado con alguna contrariedad de tintes dramáticos, han sido sin embargo simples minucias con lo que más se ha enredado mi sistema nervioso. Hay cosas que no puedo evitar. El próximo enero mi apartamento cumplirá tres años de mi ocupación como feliz inquilino. Recuerdo que al poco tiempo de instalarme, el propietario nos anunció que quería apearse del negocio inmobiliario exponiéndonos a todos los ocupantes del edificio ante el riesgo del desahucio. Bueno, tampoco hace falta exagerar… Me vi sin embargo envuelto en la planificación de visitas organizadas siendo por tanto testigo de un desfile de gente sin fin que hurgaba sin pretenderlo en la intimidad de mi habitáculo. No es agradable tener a personas que no conoces de nada metidas en el baño o abriendo puertas del armario de tu cocina, ¿verdad? Pero era así y había que aguantarse. Sin embargo, los atemorizados inquilinos albergábamos la esperanza de no vernos haciendo las maletas de forma precipitada si gracias al destino, aparecía alguien que nos quisiera comprar. Y bueno, así ocurrió. Dos almas caritativas con espíritu inversor tomaron las riendas de esta amedrentada comunidad llenando nuevamente de calma sus estancias. Yo respiré y mi estómago me dio tregua. Como a mi contrato de alquiler le quedaban algunos años de vida, lo más conveniente fue brindar la oportunidad a los nuevos propietarios de que contaran conmigo como prorrogado inquilino. Continué por tanto y a pesar de este susto inicial, viviendo en la Rue des Morins. De los cuatro que éramos, dos abandonaron el barco adentrándose en la laboriosa tarea de buscar otro techo. La solidaridad ante la superada adversidad nos envolvió a los otros dos restantes. Sin embargo, ciertas preguntas empezaron a surgir con motivo de la aparición en escena de los nuevos arrendadores y sobre todo por la implicación del dinero que hay en esta causa interesada de dar cobijo a alguien. Y claro, nada es perfecto. Las preguntas tuvieron respuesta, pero no muy precisas y casi rozando la indolencia. La sospecha por tanto, se fue instalando en mi casa. De todas formas de momento no le hice mucho caso; yo seguía pagando mi exigua renta y viviendo al día sin pensar apenas en que la defunción de mi contrato de alquiler llegaría y con ella el nacimiento de otro nuevo o dependiendo de las futuras condiciones, el migrar en busca de un nuevo hogar (¡mira que me gusta el drama…!). Y es que mi renta es de las que se califica como antigua. Pago muy poquito teniendo en cuenta que vivo en un barrio ‘pijo’ de Bruselas. Al pasar, por tanto, el edificio de un dueño a otro, si quería seguir viviendo en el mismo apartamento, debía aceptar un nuevo acuerdo que se resumía en lo siguiente: pagar más. ¡Se acabó el chollo que tenía! Aún así, cuando el tiempo del preaviso se fue acercando (tres meses antes de cumplir los tres años de vida contractual), tuve mi primera reunión con una de las partes de esta pareja inversora para saber a lo que atenerme. A pesar de que les estaba pagando una cantidad de dinero mensual desde hacía tiempo, no les había conocido todavía y un año y medio después, se presenta una de las mitades en mi casa. Charlamos de las nuevas condiciones aunque lo que más me interesaba era preguntarle por el dinero depositado en el banco con el nombre del anterior propietario. Pregunta que ya realicé en su momento y que implicó, tal y como ya dije, que doña sospecha me hiciera la correspondiente visita. Sin embargo, todo fue como esperaba. Obtuve la información necesaria y mis preguntas fueron satisfechas. Entonces, me fue otorgado un plazo de reflexión en el que debía decidir si quedarme o irme. ¿Sinceramente? Si me hubiese ido, hubiera cometido, tal y como dice Mark, ‘un error fatal’. Por tanto, me quedé. Me costó decidirme ya que el otro vecino que aguantó conmigo la transición de caciques, había decidido, ante la expiración de su contrato, abandonar, esta vez sí, el barco y, según me relató, estaba teniendo problemillas con los propietarios para conseguir recuperar su depósito. Este tipo de situaciones atacan a mi estómago y me empieza a invadir una sensación de duda que me hace rozar el pánico aunque a destiempo. Es como que adelanto acontecimientos que ni siquiera sé si realmente tendrán lugar. Pero como decía, aparqué estos comentarios y escribí a los propietarios un correo confirmándoles que me gustaría seguir considerando la Rue des Morins mi hogar por unos cuantos años más, Dios mediante, aceptando las condiciones habladas, las cuales a pesar del aumento, no dejaban de ser muy ventajosas. A partir de aquí llegó el desastre. Mil correos de ida y vuelta tratando de fijar un día para la firma del nuevo contrato, procurando conseguir el documento que me permitiera recuperar mi antiguo depósito, intentando a la vez solucionar imprevistos en el apartamento... No sé, los estaba encontrando muy difusos y poco precisos, dando muchos rodeos en relación a asuntos que en principio debían resolverse de forma simple y por tanto, me estaban transmitiendo la sensación de no querer cumplir con sus responsabilidades. Las excusas parecían constantes, incluso manteniéndolas hasta el mismo día de la firma del contrato. Imaginad el estado de nervios en el que me encontraba hoy. No hacía más que pensar en que estos dos villanos me iban timar, en que no iba a recuperar mi dinero y en que iban a fijar unas clausulas contractuales tan duras que implicarían no solamente el tener que pagar dinero, sino incluso vincularme a ellos perpetuamente. Y es que cuando uno pide un documento, por ejemplo, y no te lo dan, o pide que se arregle la luz de la escalera que está fundida y tardan 4 días en hacerlo, o quieren discutir nuevamente clausulas en el día de la firma del contrato, cuando ya han sido acordadas previamente…, creo que todo esto hace que se excuse mi mal estar. Mark me sugiere que quizás se trate de un problema de desorganización ya que uno de ellos vive en Bruselas y el otro en Londres. También apunta la posibilidad de que se trate de gente inexperta que actúe con poca profesionalidad pero sin maldad alguna. En fin, que sí, que tenía más razón que un santo. No me tachó de loco, pero si me aconsejó que me relajara y que pensara en estas posibilidades.
Y en fin, después de escuchar un ratito a Michael Buble para tranquilizarme, el día de la firma conozco a la segunda mitad de este dúo de propietarios, el que vive en Londres y con el que todavía no había coincidido. Y como siempre pasa, cuando te preocupas tantísimo por algo al final ocurre lo contrario, que todo va bien y que todas esas películas que uno se monta en la cabeza y todos esos nervios que se citan en la tripa, se disipan. El que vive en Bélgica llegó un poco más tarde y por fin estando los tres reunidos, más un amigo que el de Londres subió a casa para cobijarlo de la lluvia mientras estábamos atareados, nos pusimos a firmar el contrato tras la grata sorpresa de que a pesar de su desorganización, establecen unas condiciones contractuales muy flexibles y lo mejor de todo es que traen el documento que les había pedido para liberar el anterior depósito para a continuación, realizar uno nuevo a su nombre. Mejor imposible. Muy contento con la reunión y con el resultado. Es cierto que tengo que pagar más, pero todas mis dudas sobre ellos desaparecieron. Me merezco, por tanto, un descanso que empieza mañana viendo una obra de teatro en Londres con Kevin Spacey como protagonista y el lunes viendo a Nadal en el último torneo de tenis de la temporada… De eso seguramente hablaré la próxima semana.











jueves, 10 de septiembre de 2009

La vuelta al cole

El verano llega a su fin y regreso con los bolsillos repletos de vivencias y sensaciones. Una brújula algo díscola ha marcado mi ruta de norte a sur y Bruselas como apeadero fronterizo entre Noruega y España. Dentro del hábito implícito de hacer un gran viaje cada año, este país escandinavo ha dejado en mí una impronta que ha merecido su elección con creces. Fiordos, naturaleza, conciencia ecológica, paisajes de infarto, pelos Garnier, amabilidad. Si tuviera en mis manos un saco que llenar con todos los calificativos que describieran este país, tendría que recurrir a David Copperfield para que ampliara su fondo y así cupieran innumerables. Tan sólo un cordel pajizo y áspero, imagen de los prohibitivos precios que pagamos para (mal)vivir durante dos semanas en Noruega, completarían mi primer hato del verano que ya tengo alojado en un estante de mi memoria. Es increíble comprobar cómo son otras culturas, cuál es su tradición y cuál su presente. Vivir en Bélgica había condicionado en parte mi opinión de lo que esperaba encontrarme por estos lares norteños. Sin entrar en polémicas y que conste que estoy encantado de vivir en Bruselas, desde nuestro punto de partida en Oslo, lo que más me sorprendió en la gente fue su afabilidad. No importaba las circunstancias, ni la hora, ni el tiempo que hacía. Nada impedía que alguien se mostrara amable con los forasteros si cualquier ayuda era requerida. Pero además se notaba sincera, sin artificios de lenguaje, los propios del inglés al uso, articulada con una actitud de civismo y educación, con la que más de una vez hemos quedado fascinados. ¡¡Pero qué gente más maja!! Gente que además parecía extraída de un anuncio de champú después de su aplicación. Rubios casi blanquecinos, naranjas brillantes, castaños cobrizos... Qué gama de colores tan insospechada. Todo ello además aliñado con ojos de igual color lumínico y de una limpieza corporal portadora de una facha de admiración. Claro, uno es bajito, moreno y de ojos pardos y todo esto que cuento, impresiona... Pero es que además, esa limpieza física la llevaban al terreno de los servicios (sí, también en los WC). No nos encontramos con ninguna tara de higiene allá por dónde estuvimos y yo, que soy de los que prefieren aguantarse hasta llegar a casa y utilizar el mingitorio propio, ¡madre mía!, no me llevé ninguna revista para leer “mientras tanto” por parecerme excesivo... Eso a mí, me encantó y relajó... Y es que la relajación y la sensación de sentirte muy seguro nos acompañó durante todo el viaje. Todo funcionaba a la perfección. La puntualidad en autobuses, ferris, trenes y demás transportes, parecía un homenaje a la rigurosidad inglesa con el tiempo. La profesionalidad y preparación de los noruegos en todos los servicios era pasmosa. Yo no tengo ni pajolera idea de hablar noruego, pero vamos, ni falta que hacía. Su segunda lengua -o casi primera paralela a la materna- es el inglés, pero además de una calidad gramática y con unos acentos tan perfectos, que incluso Mark, londinense de los de té a las cinco, tuvo momentos de vacilación al sospechar si quizás se trataba de ingleses con becas Erasmus trabajando en alguna ciudad noruega para sacarse unas pelillas durante la temporada turística. Just amazing!! Increíble era también la comida. El paraíso del salmón, mi pescado favorito. Me encanta. Lo cierto es que tardamos en probarlo. Para que os hagáis una idea una cerveza normalucha tirada en un bar corrientico, costaba casi ocho euros y así con todos los productos o servicios. No había excepción. Muchas veces, cuando visitas ciudades como por ejemplo Londres, la alternativa siempre aparece en determinados productos y da un respiro a tu bolsillo. Allí no. Hubo un par de días que, sobre todo al principio de nuestra aventura y por lo asustados que estábamos con la divisa, Mark y yo compartimos platos y bebidas... ¡¡Muy fuerte!! Pues eso, el salmón se hizo de rogar, pero mi paladar al final lo agradeció. Lo podías tomar de muchas formas, sólo o acompañando otros platos, como por ejemplo, una sopa, y su sabor en todo momento era exquisito. Pero no puedo dejar de señalar que la causa de que ahora mismo me encuentre sometido a una estricta dieta, haya sido el pan noruego. Sin duda la revelación gastronómica. En mi casa siempre hemos comido mucho pan y esa tradición ha hecho que sea un producto imprescindible en cualquier plato. Os cuento: en los hoteles y albergues en los que nos hemos alojado servían hogazas enteras recién sacadas del horno para entera disposición del cliente, lo que significaba, que un cliente como yo (imaginaros a Triki con las galletas y ahora pensad en el binomio Ángel/pan) consumiera sin traba una hogaza entera de unos diez centímetros de longitud. Lo sé. Sin palabras. Mi tripita también lo sabe... ¡Pero y lo bueno que estaba! Recuerdo que en la excursión que hicimos por el glaciar de Finse, nos pertrechamos con bocadillos de salmón con las tapas de pan, en mi caso, de un grosor que, fuera de cualquier exageración, no cabían en mi boca. En fin, que ahora el pan ni lo cato. ¡Dante puso en su lista negra a la gula por algo! Pero reconozco que sólo pequé con el pan, ya que condenarme en la llamas del olvido con distintas viandas, me hubiese costado tocar la guitarra por la calles de Oslo en busca de estipendio. Eso sí, el agua no nos faltó. Sació nuestra sed y alimentó nuestras pupilas. Agua de los fiordos, agua dulce, agua cristalizada azul intenso, agua en mi vaso, en mis zapatos, en mi tibia ducha. Fue protagonista de incontables momentos, siempre bienvenida y admirada. Agua de una claridad irreal….
Pero mi camino, afortunadamente, no se detuvo en el norte. Después de una breve estancia en la ciudad de Larsson, el de la trilogía Millenium, los vientos del mar báltico me arrastraron a tierras del sur. La ciudad de Alicante me acogió empapada en sudor y desprendiendo su particular aroma salobreño. Me derretí una y otra vez y me zambullí en la desesperación de la asfixia. El calor fundió mi razón. Sin embargo, encontré cobijo en la compañía de Lourdes, en su especial forma de ver el mundo y en el mar, mediterráneo y templado. Los días en la playa son para no pensar, nadar, comer arroz a banda, jugar a las palas, teñir la piel embadurnado de la máxima protección y descansar. Nada apetece salvo no hacer nada. Me vi en las antípodas de Noruega y Estocolmo. Otro clima, otra cultura, aunque con sensaciones muy intensas de seguir disfrutando al máximo. Sin embargo, Tabarca nos mató. Mi peor pesadilla playera cobró aliento en cuanto pusimos un pie en el barco que se dirige a esta isla, a una hora desde el puerto alicantino. La idea era buena y apetecible, pero Lourdes no tenía registrado en su memoria lo que supone navegar con fuerte oleaje durante todo ese tiempo. Sudamos lo indecible para intentar no movernos y concentrar nuestra mirada y estómago en un punto dibujado en el horizonte que nos sirviera para controlar el mareo y evitar el vómito. Pero nuestros esfuerzos fueron en vano ya que sí echamos la pota. Los dos casi a la vez. El alivio se hace realidad en cuanto divisas el destino y te auto convences de que todo está a punto de terminar. Nos quedaba la esperanza de descansar, darnos un baño, comer y visitar la isla. Con todos estos ingredientes, la vuelta a Alicante sería mucho más liviana, aunque igualmente nos preocupaba. Así y todo, nos disponíamos a remojar nuestro mareo cuando nuestra cara delató el horror de nuestros pensamientos al ver toda una multitud agolpada en un trocito de playa, creemos que de arena, donde no cabía ni un alma más. Y eso es todo lo que había; mucha gente, mucho calor, mareo, ganas de asentar el estómago. Después de un breve contacto con el mar, nos fuimos de chiringuito. Si había gente en la playa, os podéis imaginar la batalla que se libraba por conseguir plaza y paella. Ruido, gritos, prisas, calor…, comida por fin. ¡Comemos y nos vamos! Queríamos escapar de este lugar. Y así lo hicimos. Antes de eso, intentamos volver vía Santa Pola, ya que el viaje es la mitad del tiempo que se emplea en llegar a Alicante y aunque luego tomásemos un autobús, ir por tierra nos seducía mucho más. No hubo suerte por motivos de cash y estuvimos forzados a volver como vinimos. Lourdes y yo nos fundimos en un abrazo de solidaridad y le echamos huevos al asunto. Total, lo peor que nos podía pasar era visitar de nuevo los WC y evacuar… Yo me senté dentro, en unos sillones aterciopelados, anclé mi culo al asiento y pegué mi mirada al frente. Empecé a respirar hondo al tiempo que el barco se despedía de la isla e intenté no mover ni un ápice de mi cuerpo. Me rodeó un olor inmundo que provenía de dos guarretes que velaban mi nuca y un calor intensó que no fue mitigado por el insuficiente aire acondicionado de la estancia. Aún así, no vomité y con el estómago más complacido, llegamos a destino sin mayor lamento. Bueno, estuvimos un día y medio con algo de nauseas y sin ganas de subirnos en algo que se moviera o tambaleara. En fin, una historieta que contar que se une a otras muchas, aunque no tan incidentales, que hicieron de mi habitual visita alicantina, una semana muy agradable.
El resto del tiempo, que ha sido mucho, lo repartí entre mis pueblos y mi Madrid. Este ha sido un verano de reencuentro familiar con motivo de una boda y del nacimiento de un nuevo miembro en la familia. He disfrutado mucho con todos mis primos y tíos y el año que viene me apunto de nuevo, aunque no haya poderosas razones para ello, a pasar un tiempito por allí. Hacía siglos que no iba en verano. Es en esta estación cuando más apetece perderse por La Mancha. El calor del día se desvanece al cobijo de nuestras fresquísimas casas. Mi hermano y yo nos hemos criado entre Madrid y Casas de Haro -el pueblo de mi madre- y Cobeta -el de mi padre-. Somos madrileños y la mayor parte del tiempo la hemos pasado en la ciudad. Pero la corta distancia entre la capital del reino y los pueblos de nacimiento de mis padres, trajeron numerosos viajes de fines de semana y todas las vacaciones escolares. Allí te conoce todo el mundo y el que no, te pregunta y, tras las pistas facilitadas, en seguida te ubica en una familia. Vivir en un pueblo para mí, siendo tan urbanita, no es ideal, pero reconozco que unos cuantos días son muy saludables. El regreso a las raíces hace que te encuentres contigo mismo y que valores de dónde vienes. Sin duda, intentaré mantener vivo este sentimiento.
He acabado mi periplo en Madrid. Sin dar mucho detalle al respecto, sólo diré que cada día que pasa, me enamoro más y más de esta ciudad. El calor de la gente, la renovada imagen de un Madrid todavía algo maltrecho pero con visos de gran referente europeo, el sol, las cañitas, la oferta cultural, las terrazas, los amigos y un largo etcétera, han puesto la guinda a unas vacaciones inolvidables. Ahora toca trabajar un poquito para volver a la rutina. Ese día a día tan necesario para centrarte en tus quehaceres diarios. Ya pienso en el verano siguiente que espero supere con creces, este que acaba para mí hoy mismo. Quiero dar las gracias a todas las personas que han estado cerca de mí este verano y con las que he compartido ratitos especiales.
Ahora mismo estoy con depresión post-vacacional, pero en un día o dos, como nuevo.
Besos.
Á

lunes, 24 de agosto de 2009


Flam, Noruega. 10 de agosto de 2009

martes, 28 de julio de 2009

Ventana

Cobeta, Guadalajara. 25 de julio de 2009.

lunes, 20 de julio de 2009

Mi verdadero hogar

He vuelto a mi antiguo barrio. Siempre lo hago cuando regreso a Madrid. Mi padre sigue viviendo en el mismo apartamento que nos vio crecer a mi hermano y a mí y es aquí donde me alojo. Y lo sigo considerando hogar con mayúsculas. Aunque haya sido Bruselas la ciudad que despertó mi independencia, cada vez que abro la puerta del piso de mis padres, un sentimiento de acogida recorre mi piel. Parece que nada ha cambiado excepto por la ausencia de mi madre. Todo sigue igual. Los mismos muebles, los mismos libros, cuadros, hasta los mismos olores. A veces hasta los ruidos de tacones en el portal cuyo eco aumenta en intensidad conforme se acercan a nuestro rellano, parecen los de antaño. La familiaridad del sonido me confunde puesto que creo distinguir esos pasos, pero el deseo de que se abra la puerta y de que el tiempo retroceda, nunca llega. Los tacones se hacen lejanos pasando de largo. Mi barrio sí ha cambiado. Sigue conservando esa esencia de barrio antiguo de clase obrera integrada por familias que han hecho lo indecible para poder sacar adelante a sus hijos, aunque ahora el color de su piel refleje otro paisaje, otros lugares. Es un barrio que da cobijo a muchas esperanzas, como en su momento también se las dio a mis padres. Ellos procedían de un lugar de La Mancha con raíces ligadas a la agricultura y a la forja del hierro. Las oportunidades de formar una familia y de prosperar se ubicaban lejos de los aperos de labranza y de los yunques. Supongo que entonces el azar les llevó al barrio de Canillejas, aunque creo que no tuvieron mucha más elección. Mis padres empezarían su andadura madrileña acompañados de más familia, en este caso, por parte paterna. Mi abuela Ascensión, la única que todavía sigue cumpliendo años, fue la que organizó a casi todos sus hijos en un mismo bloque. La omnipresente idea de la familia unida se trasladó de un pueblo manchego a un barrio madrileño. Y lo cierto es que funcionó bastante bien. Tengo muchísimos recuerdos de aquella época y de todos mis tíos y primos, a los que seguimos viendo, aunque con menos frecuencia, ya que el único que ha permanecido en el piso es mi padre. Y aunque aquí la esperanza se quebró, el hogar con su pasado y todos sus recuerdos, permanece en pie. Y es precisamente mi padre el que lo mantiene intacto, el que siempre nos da la bienvenida para seguir ocupando nuestras antiguas habitaciones, el que nos hace sentir como si nunca nos hubiéramos ido. Creo que por eso pertenezco a dos hogares. El que me ha dado la libertad de empezar a caminar sin que nadie me de la mano y el que me ha hecho como persona y he vivido hasta la fecha, la mayor parte de mi existencia. Cuando mi padre falte, no quedará ni un ascua que avive todo lo que dicho apartamento ha sido en nuestras vidas. Será triste regresar a Madrid y no regresar a casa. En ese momento me convertiré definitivamente en un turista que habrá perdido sus raíces, aunque no sus recuerdos. Será triste que me quede sin mi verdadero hogar. Si pudiera, me lo llevaría conmigo. No importa el barrio. Ya no pertenezco a él, ya no reconozco a los transeúntes de la calle, ya no formo parte de su vaivén. Mi nuevo barrio está más lejos, en otro país. Pero mi verdadero hogar, siempre será el piso de la calle del barrio de Canillejas.

martes, 14 de julio de 2009

Volvamos a tomar café

Apenas le conozco. He coincidido un par de veces con él a la hora del desayuno. Creo que al ser los dos únicos “hombres” del grupo, se tejió rápidamente una solidaridad de género casi necesaria ante tanta mujer. Pero su ausencia llegó. Protagonizó breves encuentros mojados en café y yo fui testigo de eso y de poco más. Y su ausencia se mastica. Más ahora que está caminando sobre una cuerda muy floja sin red que amortigüe un golpe de esperanza. Nadie se merece algo parecido. Recuerdo cómo Superman podía hacer girar el mundo en sentido contrario a su rotación y deshacer todo tipo de desgracias, las merecidas y las injustas. Me gustaría poder hacer lo mismo para los conocidos y los desconocidos. Me gustaría incluso que alguien también me lo pudiera hacer a mí… Pero en una de estas me despierto y veo que la realidad mundana es mucho más cruel. De verdad que lo siento. Mucho. No te conozco nada pero estas breves líneas son para ti. De verdad espero que venga ese Superman y te conceda el único deseo. Vuelve y sálvame a mí de tanta compañera. Volvamos a tomar café juntos. Volvamos a mirar al horizonte…
Para Jose Antonio.
Y al final no ha podido ser. Mierda.

martes, 30 de junio de 2009

Persianas

Estos días por Bruselas hace un calor inusitado. Es un calor plomizo, húmedo. No estamos muy acostumbrados, pero me encanta. Se nota en nuestra renovada energía. Empezamos a sonreír con más frecuencia, nos destapamos algo más, las cervezas apetecen más que nunca, los días se alargan y nos despista la hora: "anda, pero si son ya las nueve y el sol no se ha puesto". Pero a pesar de ello, en estos días hay para mí un momento mágico y es precisamente ese, cuando paulatinamente el sol va diciendo hasta mañana. En ese instante, se sube el telón en mi casa. ¿Qué de qué telón hablo? De mis persianas. Yo las tengo. Y lo enfatizo tanto ya que por aquí, es un bien escaso. Supongo que son más propias de países del sur. En mi calle, creo que soy el único que las tiene. Mi vecina de enfrente, inglesa divorciada y con dos hijos (http://www.corazón.com/), no preserva su intimidad más que con cortinas finas y blancas que pierden toda utilidad en cuanto alguien enciende una luz en el interior. ¿Qué haría yo sin ellas? Y es que para evitar que el calor se cuele dentro, aíslo mi apartamento bajándolas a cal y canto, esperando a que éste nos dé una tregua. Por la noche también es una gozada bajarlas. Al día siguiente, la luz del despertar espera y espera para poder inundar mi habitación por la mañana. Es el reloj quien me chiva que ya es hora de ponerse en marcha. ¿Y levantarlas? Levantar una persiana tiene el encanto de volver a la realidad, el sentir que respiras, que otra vez comienza el día. Pues bien, a propósito del calor y de mis persianas, Madrid se me instala en la memoria. No puedo comparar lo irrespirable de un mes de julio madrileño de cuarenta grados en la sombra con la semana de verano bruselense que casi nunca alcanza los treinta. Pero si recuerdo cómo mi madre hacía lo mismo en su casa con las persianas para que en cualquier sitio en el que estuviéramos, a nuestro regreso, ésta nos sirviera de cobijo como si huyéramos de un peligro inminente y sólo encontráramos consuelo entre sus cuatro paredes. Quien sea de Madrid, me entenderá. Es cierto que con la llegada del aire acondicionado, las cosas cambiaron sustancialmente, pero también debo añadir, que la inconsciente conciencia pro verde de mis padres, hacían que éste se utilizara en contadas ocasiones. En las más extremas. Y ése momento mágico del que hablaba, también lo recupero de Madrid aquí. Con la caida del sol, se abre el telón en busca del aire fresco, de la libertad. La corriente serpentea la estancia. Despido al sol. Otra vez entra la luz, pero sin amenaza. Subidas las persianas, la calma se aloja. Veo a mi vecina leyendo en el sofá, sin niños revoloteando a su alrededor. Ni un ruido. Todo se va apaciguando. Se respira tranquilidad. Después de la tormenta llega la calma y es que, os puedo asegurar que el sol pica con rabia en estos días. ¡Quién me iba a decir que las persianas se convertirían en uno de los objetos más valiosos de mi modesto apartamento! Por cierto, las tengo un poco sucias...

lunes, 22 de junio de 2009

¡¡Qué dificil es dormir en el tren!!

Hoy me he levantado a las cuatro y media de la mañana para tomar un tren de regreso a casa desde Londres. No me cuesta nada madrugar aunque reconozco que a esas horas mi cuerpo se encuentra aletargado. Os lo podéis imaginar. Enseguida viene la inapetente ducha, esperar al taxi evocando la despedida, el taxista silente que me impide hablar y que tanto le agradezco, llegar a la estación… En fin, todo un proceso que me encantaría ahorrar y así de paso se dulcificaría la palabra madrugar, pero me temo que ese es precisamente su agravio, empujarnos contra nuestra voluntad al terreno de las obligaciones, sin rechistar, o al menos muy poquito. Aún así, estos mis madrugones, siempre del mismo cariz, no son de los más perversos ya que siempre me dan una prórroga de dos horas de sueño, eso sí, mecido por un vaivén de lo más grato. Tren igual a cuna. Por eso, cuando llego a la estación, mi único anhelo es embarcar. Al tipo que me pide el pasaporte y que revisa mis ojeras para ver si coinciden con las de la foto, le daba unos días de permiso, así evitaría estar forzando una media sonrisa que me hace aún más irreconocible. ¡Me miran con cara de sospecha! Pobres, ellos no tienen mano que les meza, digo tren. Sin embargo, salvado este obstáculo, aún queda otro escollo por sortear. Mucho peor que levantarse a las cuatro y media de la mañana. Cuando me las prometo feliz sentado en mi asiento; cuando me pongo cómodo y acolcho la ventana con mi abrigo para apoyar la cabeza y por fin, continuo durmiendo, ... Din Don Din... como siempre, el gerente de viaje nos anuncia en las tres lenguas oficiales de la ruta Londres-Bruselas que estamos a punto de partir, que coloquemos bien las maletas para que no obstruyan el acceso y que ¡bon voyage! Parecerá algo normal contado de tal forma, pero no lo es. El señor, una vez arrancado el tren, lo vuelve a repetir otras tres veces y sin carrerilla. ¡Pero chico, si lo acabas de vociferar y somos los mismos pasajeros! Espero a que termine, porque además ahí no acaba la trama. Diez minutos después, otro señor, pero esta vez desde el coche bar, aunque extraña y afortunadamente sólo en dos lenguas, nos anuncia a grito pelado, con un máximo de decibelios jamás permitidos, que abren sus puertas y que nos van a servir un surtido variado de sándwiches y bebidas que mejor no perderse por la cuenta que nos trae, bajo la casi amenaza de volver a gritar sus excelencias. Simplemente los liquidaría. ¿No lo podrían decir al menos susurrando o utilizando un tono de nana? Puertas cerradas, movimiento, silencio, amodorramiento. ¿Prueba superada? Veamos... Siempre está la posibilidad de encontrarse dentro con alborotadores. Exaltados con emprender un viaje a Bélgica y que a pesar de las horas, las seis de la mañana en punto, hablan, ríen y se divierten como si en el vagón no hubiera nadie más que ellos (quizás piensan que los demás somos parte de la decoración del tren). Los mataría. Todos nos hemos levantado a horas intempestivas, aunque acepto el hecho de que no todos tienen que trabajar una vez lleguemos a Bruselas. En una de las ocasiones, fui sentado detrás de dos flamencas, sin peineta y caracolillo, que iban contándose su vida o destripando la de otros, lo cual era difícil de saber ya que no hablo ni pizca de holandés. Me mantuvieron en vilo casi las dos horas sin que nadie nos atreviéramos a ponerles un bozal. Mi diplomacia simplona me impidió rechistar, hasta que una de ellas hizo un ruido estentóreo que me animó, junto con la complicidad de otra pasajera, a decirles algo. Lo hice y se mofarón de mí, aunque se calmaron un poco. Lo malo de este arrebato es que llegó tarde, una hora y cuarenta minutos tarde y entonces apenas pude ya dormir. Cosas de la vida. Sin embargo, la casuística que también altera mi viaje son los ronquidos. No son peores que las emisiones de los exaltados, pero amigo mío, que no te coloquen a un roncador de compañero de viaje. Estos ruiditos de la naturaleza me han enervado desde pequeño. En general concilio muy mal el sueño y si alguien se pone a tocar la trompeta buconasal... Apaga y vámonos. Imposible. El caso es que después de vivir todo tipo de situaciones que alteran mi descanso, me faltaba por experimentar ésta, y voilà, un tipejo joven y despreocupado con muchísimo sueño, me acompañó todo el viaje y sin esperarlo, se puso a resoplar... ¡Yo pensaba que eso le ocurría a otros, pero no a mí! Inevitable, irritante. Sin tregua esta vez. Humor de perros y conclusión: ¡qué delicado soy para dormir en un tren! Hasta las cuatro y media del próximo lunes y cruzando los dedos para evitar adversidades...

martes, 14 de abril de 2009

Texturas

Kent, Inglaterra 13 de abril de 2009

El mito de París


París 28 de marzo de 2009.