jueves, 10 de septiembre de 2009

La vuelta al cole

El verano llega a su fin y regreso con los bolsillos repletos de vivencias y sensaciones. Una brújula algo díscola ha marcado mi ruta de norte a sur y Bruselas como apeadero fronterizo entre Noruega y España. Dentro del hábito implícito de hacer un gran viaje cada año, este país escandinavo ha dejado en mí una impronta que ha merecido su elección con creces. Fiordos, naturaleza, conciencia ecológica, paisajes de infarto, pelos Garnier, amabilidad. Si tuviera en mis manos un saco que llenar con todos los calificativos que describieran este país, tendría que recurrir a David Copperfield para que ampliara su fondo y así cupieran innumerables. Tan sólo un cordel pajizo y áspero, imagen de los prohibitivos precios que pagamos para (mal)vivir durante dos semanas en Noruega, completarían mi primer hato del verano que ya tengo alojado en un estante de mi memoria. Es increíble comprobar cómo son otras culturas, cuál es su tradición y cuál su presente. Vivir en Bélgica había condicionado en parte mi opinión de lo que esperaba encontrarme por estos lares norteños. Sin entrar en polémicas y que conste que estoy encantado de vivir en Bruselas, desde nuestro punto de partida en Oslo, lo que más me sorprendió en la gente fue su afabilidad. No importaba las circunstancias, ni la hora, ni el tiempo que hacía. Nada impedía que alguien se mostrara amable con los forasteros si cualquier ayuda era requerida. Pero además se notaba sincera, sin artificios de lenguaje, los propios del inglés al uso, articulada con una actitud de civismo y educación, con la que más de una vez hemos quedado fascinados. ¡¡Pero qué gente más maja!! Gente que además parecía extraída de un anuncio de champú después de su aplicación. Rubios casi blanquecinos, naranjas brillantes, castaños cobrizos... Qué gama de colores tan insospechada. Todo ello además aliñado con ojos de igual color lumínico y de una limpieza corporal portadora de una facha de admiración. Claro, uno es bajito, moreno y de ojos pardos y todo esto que cuento, impresiona... Pero es que además, esa limpieza física la llevaban al terreno de los servicios (sí, también en los WC). No nos encontramos con ninguna tara de higiene allá por dónde estuvimos y yo, que soy de los que prefieren aguantarse hasta llegar a casa y utilizar el mingitorio propio, ¡madre mía!, no me llevé ninguna revista para leer “mientras tanto” por parecerme excesivo... Eso a mí, me encantó y relajó... Y es que la relajación y la sensación de sentirte muy seguro nos acompañó durante todo el viaje. Todo funcionaba a la perfección. La puntualidad en autobuses, ferris, trenes y demás transportes, parecía un homenaje a la rigurosidad inglesa con el tiempo. La profesionalidad y preparación de los noruegos en todos los servicios era pasmosa. Yo no tengo ni pajolera idea de hablar noruego, pero vamos, ni falta que hacía. Su segunda lengua -o casi primera paralela a la materna- es el inglés, pero además de una calidad gramática y con unos acentos tan perfectos, que incluso Mark, londinense de los de té a las cinco, tuvo momentos de vacilación al sospechar si quizás se trataba de ingleses con becas Erasmus trabajando en alguna ciudad noruega para sacarse unas pelillas durante la temporada turística. Just amazing!! Increíble era también la comida. El paraíso del salmón, mi pescado favorito. Me encanta. Lo cierto es que tardamos en probarlo. Para que os hagáis una idea una cerveza normalucha tirada en un bar corrientico, costaba casi ocho euros y así con todos los productos o servicios. No había excepción. Muchas veces, cuando visitas ciudades como por ejemplo Londres, la alternativa siempre aparece en determinados productos y da un respiro a tu bolsillo. Allí no. Hubo un par de días que, sobre todo al principio de nuestra aventura y por lo asustados que estábamos con la divisa, Mark y yo compartimos platos y bebidas... ¡¡Muy fuerte!! Pues eso, el salmón se hizo de rogar, pero mi paladar al final lo agradeció. Lo podías tomar de muchas formas, sólo o acompañando otros platos, como por ejemplo, una sopa, y su sabor en todo momento era exquisito. Pero no puedo dejar de señalar que la causa de que ahora mismo me encuentre sometido a una estricta dieta, haya sido el pan noruego. Sin duda la revelación gastronómica. En mi casa siempre hemos comido mucho pan y esa tradición ha hecho que sea un producto imprescindible en cualquier plato. Os cuento: en los hoteles y albergues en los que nos hemos alojado servían hogazas enteras recién sacadas del horno para entera disposición del cliente, lo que significaba, que un cliente como yo (imaginaros a Triki con las galletas y ahora pensad en el binomio Ángel/pan) consumiera sin traba una hogaza entera de unos diez centímetros de longitud. Lo sé. Sin palabras. Mi tripita también lo sabe... ¡Pero y lo bueno que estaba! Recuerdo que en la excursión que hicimos por el glaciar de Finse, nos pertrechamos con bocadillos de salmón con las tapas de pan, en mi caso, de un grosor que, fuera de cualquier exageración, no cabían en mi boca. En fin, que ahora el pan ni lo cato. ¡Dante puso en su lista negra a la gula por algo! Pero reconozco que sólo pequé con el pan, ya que condenarme en la llamas del olvido con distintas viandas, me hubiese costado tocar la guitarra por la calles de Oslo en busca de estipendio. Eso sí, el agua no nos faltó. Sació nuestra sed y alimentó nuestras pupilas. Agua de los fiordos, agua dulce, agua cristalizada azul intenso, agua en mi vaso, en mis zapatos, en mi tibia ducha. Fue protagonista de incontables momentos, siempre bienvenida y admirada. Agua de una claridad irreal….
Pero mi camino, afortunadamente, no se detuvo en el norte. Después de una breve estancia en la ciudad de Larsson, el de la trilogía Millenium, los vientos del mar báltico me arrastraron a tierras del sur. La ciudad de Alicante me acogió empapada en sudor y desprendiendo su particular aroma salobreño. Me derretí una y otra vez y me zambullí en la desesperación de la asfixia. El calor fundió mi razón. Sin embargo, encontré cobijo en la compañía de Lourdes, en su especial forma de ver el mundo y en el mar, mediterráneo y templado. Los días en la playa son para no pensar, nadar, comer arroz a banda, jugar a las palas, teñir la piel embadurnado de la máxima protección y descansar. Nada apetece salvo no hacer nada. Me vi en las antípodas de Noruega y Estocolmo. Otro clima, otra cultura, aunque con sensaciones muy intensas de seguir disfrutando al máximo. Sin embargo, Tabarca nos mató. Mi peor pesadilla playera cobró aliento en cuanto pusimos un pie en el barco que se dirige a esta isla, a una hora desde el puerto alicantino. La idea era buena y apetecible, pero Lourdes no tenía registrado en su memoria lo que supone navegar con fuerte oleaje durante todo ese tiempo. Sudamos lo indecible para intentar no movernos y concentrar nuestra mirada y estómago en un punto dibujado en el horizonte que nos sirviera para controlar el mareo y evitar el vómito. Pero nuestros esfuerzos fueron en vano ya que sí echamos la pota. Los dos casi a la vez. El alivio se hace realidad en cuanto divisas el destino y te auto convences de que todo está a punto de terminar. Nos quedaba la esperanza de descansar, darnos un baño, comer y visitar la isla. Con todos estos ingredientes, la vuelta a Alicante sería mucho más liviana, aunque igualmente nos preocupaba. Así y todo, nos disponíamos a remojar nuestro mareo cuando nuestra cara delató el horror de nuestros pensamientos al ver toda una multitud agolpada en un trocito de playa, creemos que de arena, donde no cabía ni un alma más. Y eso es todo lo que había; mucha gente, mucho calor, mareo, ganas de asentar el estómago. Después de un breve contacto con el mar, nos fuimos de chiringuito. Si había gente en la playa, os podéis imaginar la batalla que se libraba por conseguir plaza y paella. Ruido, gritos, prisas, calor…, comida por fin. ¡Comemos y nos vamos! Queríamos escapar de este lugar. Y así lo hicimos. Antes de eso, intentamos volver vía Santa Pola, ya que el viaje es la mitad del tiempo que se emplea en llegar a Alicante y aunque luego tomásemos un autobús, ir por tierra nos seducía mucho más. No hubo suerte por motivos de cash y estuvimos forzados a volver como vinimos. Lourdes y yo nos fundimos en un abrazo de solidaridad y le echamos huevos al asunto. Total, lo peor que nos podía pasar era visitar de nuevo los WC y evacuar… Yo me senté dentro, en unos sillones aterciopelados, anclé mi culo al asiento y pegué mi mirada al frente. Empecé a respirar hondo al tiempo que el barco se despedía de la isla e intenté no mover ni un ápice de mi cuerpo. Me rodeó un olor inmundo que provenía de dos guarretes que velaban mi nuca y un calor intensó que no fue mitigado por el insuficiente aire acondicionado de la estancia. Aún así, no vomité y con el estómago más complacido, llegamos a destino sin mayor lamento. Bueno, estuvimos un día y medio con algo de nauseas y sin ganas de subirnos en algo que se moviera o tambaleara. En fin, una historieta que contar que se une a otras muchas, aunque no tan incidentales, que hicieron de mi habitual visita alicantina, una semana muy agradable.
El resto del tiempo, que ha sido mucho, lo repartí entre mis pueblos y mi Madrid. Este ha sido un verano de reencuentro familiar con motivo de una boda y del nacimiento de un nuevo miembro en la familia. He disfrutado mucho con todos mis primos y tíos y el año que viene me apunto de nuevo, aunque no haya poderosas razones para ello, a pasar un tiempito por allí. Hacía siglos que no iba en verano. Es en esta estación cuando más apetece perderse por La Mancha. El calor del día se desvanece al cobijo de nuestras fresquísimas casas. Mi hermano y yo nos hemos criado entre Madrid y Casas de Haro -el pueblo de mi madre- y Cobeta -el de mi padre-. Somos madrileños y la mayor parte del tiempo la hemos pasado en la ciudad. Pero la corta distancia entre la capital del reino y los pueblos de nacimiento de mis padres, trajeron numerosos viajes de fines de semana y todas las vacaciones escolares. Allí te conoce todo el mundo y el que no, te pregunta y, tras las pistas facilitadas, en seguida te ubica en una familia. Vivir en un pueblo para mí, siendo tan urbanita, no es ideal, pero reconozco que unos cuantos días son muy saludables. El regreso a las raíces hace que te encuentres contigo mismo y que valores de dónde vienes. Sin duda, intentaré mantener vivo este sentimiento.
He acabado mi periplo en Madrid. Sin dar mucho detalle al respecto, sólo diré que cada día que pasa, me enamoro más y más de esta ciudad. El calor de la gente, la renovada imagen de un Madrid todavía algo maltrecho pero con visos de gran referente europeo, el sol, las cañitas, la oferta cultural, las terrazas, los amigos y un largo etcétera, han puesto la guinda a unas vacaciones inolvidables. Ahora toca trabajar un poquito para volver a la rutina. Ese día a día tan necesario para centrarte en tus quehaceres diarios. Ya pienso en el verano siguiente que espero supere con creces, este que acaba para mí hoy mismo. Quiero dar las gracias a todas las personas que han estado cerca de mí este verano y con las que he compartido ratitos especiales.
Ahora mismo estoy con depresión post-vacacional, pero en un día o dos, como nuevo.
Besos.
Á

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