martes, 30 de junio de 2009

Persianas

Estos días por Bruselas hace un calor inusitado. Es un calor plomizo, húmedo. No estamos muy acostumbrados, pero me encanta. Se nota en nuestra renovada energía. Empezamos a sonreír con más frecuencia, nos destapamos algo más, las cervezas apetecen más que nunca, los días se alargan y nos despista la hora: "anda, pero si son ya las nueve y el sol no se ha puesto". Pero a pesar de ello, en estos días hay para mí un momento mágico y es precisamente ese, cuando paulatinamente el sol va diciendo hasta mañana. En ese instante, se sube el telón en mi casa. ¿Qué de qué telón hablo? De mis persianas. Yo las tengo. Y lo enfatizo tanto ya que por aquí, es un bien escaso. Supongo que son más propias de países del sur. En mi calle, creo que soy el único que las tiene. Mi vecina de enfrente, inglesa divorciada y con dos hijos (http://www.corazón.com/), no preserva su intimidad más que con cortinas finas y blancas que pierden toda utilidad en cuanto alguien enciende una luz en el interior. ¿Qué haría yo sin ellas? Y es que para evitar que el calor se cuele dentro, aíslo mi apartamento bajándolas a cal y canto, esperando a que éste nos dé una tregua. Por la noche también es una gozada bajarlas. Al día siguiente, la luz del despertar espera y espera para poder inundar mi habitación por la mañana. Es el reloj quien me chiva que ya es hora de ponerse en marcha. ¿Y levantarlas? Levantar una persiana tiene el encanto de volver a la realidad, el sentir que respiras, que otra vez comienza el día. Pues bien, a propósito del calor y de mis persianas, Madrid se me instala en la memoria. No puedo comparar lo irrespirable de un mes de julio madrileño de cuarenta grados en la sombra con la semana de verano bruselense que casi nunca alcanza los treinta. Pero si recuerdo cómo mi madre hacía lo mismo en su casa con las persianas para que en cualquier sitio en el que estuviéramos, a nuestro regreso, ésta nos sirviera de cobijo como si huyéramos de un peligro inminente y sólo encontráramos consuelo entre sus cuatro paredes. Quien sea de Madrid, me entenderá. Es cierto que con la llegada del aire acondicionado, las cosas cambiaron sustancialmente, pero también debo añadir, que la inconsciente conciencia pro verde de mis padres, hacían que éste se utilizara en contadas ocasiones. En las más extremas. Y ése momento mágico del que hablaba, también lo recupero de Madrid aquí. Con la caida del sol, se abre el telón en busca del aire fresco, de la libertad. La corriente serpentea la estancia. Despido al sol. Otra vez entra la luz, pero sin amenaza. Subidas las persianas, la calma se aloja. Veo a mi vecina leyendo en el sofá, sin niños revoloteando a su alrededor. Ni un ruido. Todo se va apaciguando. Se respira tranquilidad. Después de la tormenta llega la calma y es que, os puedo asegurar que el sol pica con rabia en estos días. ¡Quién me iba a decir que las persianas se convertirían en uno de los objetos más valiosos de mi modesto apartamento! Por cierto, las tengo un poco sucias...

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