jueves, 10 de diciembre de 2009
El árbol de mis vecinos
viernes, 20 de noviembre de 2009
¡Qué descanso!
Y en fin, después de escuchar un ratito a Michael Buble para tranquilizarme, el día de la firma conozco a la segunda mitad de este dúo de propietarios, el que vive en Londres y con el que todavía no había coincidido. Y como siempre pasa, cuando te preocupas tantísimo por algo al final ocurre lo contrario, que todo va bien y que todas esas películas que uno se monta en la cabeza y todos esos nervios que se citan en la tripa, se disipan. El que vive en Bélgica llegó un poco más tarde y por fin estando los tres reunidos, más un amigo que el de Londres subió a casa para cobijarlo de la lluvia mientras estábamos atareados, nos pusimos a firmar el contrato tras la grata sorpresa de que a pesar de su desorganización, establecen unas condiciones contractuales muy flexibles y lo mejor de todo es que traen el documento que les había pedido para liberar el anterior depósito para a continuación, realizar uno nuevo a su nombre. Mejor imposible. Muy contento con la reunión y con el resultado. Es cierto que tengo que pagar más, pero todas mis dudas sobre ellos desaparecieron. Me merezco, por tanto, un descanso que empieza mañana viendo una obra de teatro en Londres con Kevin Spacey como protagonista y el lunes viendo a Nadal en el último torneo de tenis de la temporada… De eso seguramente hablaré la próxima semana.
jueves, 10 de septiembre de 2009
La vuelta al cole
Pero mi camino, afortunadamente, no se detuvo en el norte. Después de una breve estancia en la ciudad de Larsson, el de la trilogía Millenium, los vientos del mar báltico me arrastraron a tierras del sur. La ciudad de Alicante me acogió empapada en sudor y desprendiendo su particular aroma salobreño. Me derretí una y otra vez y me zambullí en la desesperación de la asfixia. El calor fundió mi razón. Sin embargo, encontré cobijo en la compañía de Lourdes, en su especial forma de ver el mundo y en el mar, mediterráneo y templado. Los días en la playa son para no pensar, nadar, comer arroz a banda, jugar a las palas, teñir la piel embadurnado de la máxima protección y descansar. Nada apetece salvo no hacer nada. Me vi en las antípodas de Noruega y Estocolmo. Otro clima, otra cultura, aunque con sensaciones muy intensas de seguir disfrutando al máximo. Sin embargo, Tabarca nos mató. Mi peor pesadilla playera cobró aliento en cuanto pusimos un pie en el barco que se dirige a esta isla, a una hora desde el puerto alicantino. La idea era buena y apetecible, pero Lourdes no tenía registrado en su memoria lo que supone navegar con fuerte oleaje durante todo ese tiempo. Sudamos lo indecible para intentar no movernos y concentrar nuestra mirada y estómago en un punto dibujado en el horizonte que nos sirviera para controlar el mareo y evitar el vómito. Pero nuestros esfuerzos fueron en vano ya que sí echamos la pota. Los dos casi a la vez. El alivio se hace realidad en cuanto divisas el destino y te auto convences de que todo está a punto de terminar. Nos quedaba la esperanza de descansar, darnos un baño, comer y visitar la isla. Con todos estos ingredientes, la vuelta a Alicante sería mucho más liviana, aunque igualmente nos preocupaba. Así y todo, nos disponíamos a remojar nuestro mareo cuando nuestra cara delató el horror de nuestros pensamientos al ver toda una multitud agolpada en un trocito de playa, creemos que de arena, donde no cabía ni un alma más. Y eso es todo lo que había; mucha gente, mucho calor, mareo, ganas de asentar el estómago. Después de un breve contacto con el mar, nos fuimos de chiringuito. Si había gente en la playa, os podéis imaginar la batalla que se libraba por conseguir plaza y paella. Ruido, gritos, prisas, calor…, comida por fin. ¡Comemos y nos vamos! Queríamos escapar de este lugar. Y así lo hicimos. Antes de eso, intentamos volver vía Santa Pola, ya que el viaje es la mitad del tiempo que se emplea en llegar a Alicante y aunque luego tomásemos un autobús, ir por tierra nos seducía mucho más. No hubo suerte por motivos de cash y estuvimos forzados a volver como vinimos. Lourdes y yo nos fundimos en un abrazo de solidaridad y le echamos huevos al asunto. Total, lo peor que nos podía pasar era visitar de nuevo los WC y evacuar… Yo me senté dentro, en unos sillones aterciopelados, anclé mi culo al asiento y pegué mi mirada al frente. Empecé a respirar hondo al tiempo que el barco se despedía de la isla e intenté no mover ni un ápice de mi cuerpo. Me rodeó un olor inmundo que provenía de dos guarretes que velaban mi nuca y un calor intensó que no fue mitigado por el insuficiente aire acondicionado de la estancia. Aún así, no vomité y con el estómago más complacido, llegamos a destino sin mayor lamento. Bueno, estuvimos un día y medio con algo de nauseas y sin ganas de subirnos en algo que se moviera o tambaleara. En fin, una historieta que contar que se une a otras muchas, aunque no tan incidentales, que hicieron de mi habitual visita alicantina, una semana muy agradable.
El resto del tiempo, que ha sido mucho, lo repartí entre mis pueblos y mi Madrid. Este ha sido un verano de reencuentro familiar con motivo de una boda y del nacimiento de un nuevo miembro en la familia. He disfrutado mucho con todos mis primos y tíos y el año que viene me apunto de nuevo, aunque no haya poderosas razones para ello, a pasar un tiempito por allí. Hacía siglos que no iba en verano. Es en esta estación cuando más apetece perderse por La Mancha. El calor del día se desvanece al cobijo de nuestras fresquísimas casas. Mi hermano y yo nos hemos criado entre Madrid y Casas de Haro -el pueblo de mi madre- y Cobeta -el de mi padre-. Somos madrileños y la mayor parte del tiempo la hemos pasado en la ciudad. Pero la corta distancia entre la capital del reino y los pueblos de nacimiento de mis padres, trajeron numerosos viajes de fines de semana y todas las vacaciones escolares. Allí te conoce todo el mundo y el que no, te pregunta y, tras las pistas facilitadas, en seguida te ubica en una familia. Vivir en un pueblo para mí, siendo tan urbanita, no es ideal, pero reconozco que unos cuantos días son muy saludables. El regreso a las raíces hace que te encuentres contigo mismo y que valores de dónde vienes. Sin duda, intentaré mantener vivo este sentimiento.
He acabado mi periplo en Madrid. Sin dar mucho detalle al respecto, sólo diré que cada día que pasa, me enamoro más y más de esta ciudad. El calor de la gente, la renovada imagen de un Madrid todavía algo maltrecho pero con visos de gran referente europeo, el sol, las cañitas, la oferta cultural, las terrazas, los amigos y un largo etcétera, han puesto la guinda a unas vacaciones inolvidables. Ahora toca trabajar un poquito para volver a la rutina. Ese día a día tan necesario para centrarte en tus quehaceres diarios. Ya pienso en el verano siguiente que espero supere con creces, este que acaba para mí hoy mismo. Quiero dar las gracias a todas las personas que han estado cerca de mí este verano y con las que he compartido ratitos especiales.
Ahora mismo estoy con depresión post-vacacional, pero en un día o dos, como nuevo.
Besos.
Á
lunes, 24 de agosto de 2009
martes, 28 de julio de 2009
lunes, 20 de julio de 2009
Mi verdadero hogar
martes, 14 de julio de 2009
Volvamos a tomar café
martes, 30 de junio de 2009
Persianas
lunes, 22 de junio de 2009
¡¡Qué dificil es dormir en el tren!!
Hoy me he levantado a las cuatro y media de la mañana para tomar un tren de regreso a casa desde Londres. No me cuesta nada madrugar aunque reconozco que a esas horas mi cuerpo se encuentra aletargado. Os lo podéis imaginar. Enseguida viene la inapetente ducha, esperar al taxi evocando la despedida, el taxista silente que me impide hablar y que tanto le agradezco, llegar a la estación… En fin, todo un proceso que me encantaría ahorrar y así de paso se dulcificaría la palabra madrugar, pero me temo que ese es precisamente su agravio, empujarnos contra nuestra voluntad al terreno de las obligaciones, sin rechistar, o al menos muy poquito. Aún así, estos mis madrugones, siempre del mismo cariz, no son de los más perversos ya que siempre me dan una prórroga de dos horas de sueño, eso sí, mecido por un vaivén de lo más grato. Tren igual a cuna. Por eso, cuando llego a la estación, mi único anhelo es embarcar. Al tipo que me pide el pasaporte y que revisa mis ojeras para ver si coinciden con las de la foto, le daba unos días de permiso, así evitaría estar forzando una media sonrisa que me hace aún más irreconocible. ¡Me miran con cara de sospecha! Pobres, ellos no tienen mano que les meza, digo tren. Sin embargo, salvado este obstáculo, aún queda otro escollo por sortear. Mucho peor que levantarse a las cuatro y media de la mañana. Cuando me las prometo feliz sentado en mi asiento; cuando me pongo cómodo y acolcho la ventana con mi abrigo para apoyar la cabeza y por fin, continuo durmiendo, ... Din Don Din... como siempre, el gerente de viaje nos anuncia en las tres lenguas oficiales de la ruta Londres-Bruselas que estamos a punto de partir, que coloquemos bien las maletas para que no obstruyan el acceso y que ¡bon voyage! Parecerá algo normal contado de tal forma, pero no lo es. El señor, una vez arrancado el tren, lo vuelve a repetir otras tres veces y sin carrerilla. ¡Pero chico, si lo acabas de vociferar y somos los mismos pasajeros! Espero a que termine, porque además ahí no acaba la trama. Diez minutos después, otro señor, pero esta vez desde el coche bar, aunque extraña y afortunadamente sólo en dos lenguas, nos anuncia a grito pelado, con un máximo de decibelios jamás permitidos, que abren sus puertas y que nos van a servir un surtido variado de sándwiches y bebidas que mejor no perderse por la cuenta que nos trae, bajo la casi amenaza de volver a gritar sus excelencias. Simplemente los liquidaría. ¿No lo podrían decir al menos susurrando o utilizando un tono de nana? Puertas cerradas, movimiento, silencio, amodorramiento. ¿Prueba superada? Veamos... Siempre está la posibilidad de encontrarse dentro con alborotadores. Exaltados con emprender un viaje a Bélgica y que a pesar de las horas, las seis de la mañana en punto, hablan, ríen y se divierten como si en el vagón no hubiera nadie más que ellos (quizás piensan que los demás somos parte de la decoración del tren). Los mataría. Todos nos hemos levantado a horas intempestivas, aunque acepto el hecho de que no todos tienen que trabajar una vez lleguemos a Bruselas. En una de las ocasiones, fui sentado detrás de dos flamencas, sin peineta y caracolillo, que iban contándose su vida o destripando la de otros, lo cual era difícil de saber ya que no hablo ni pizca de holandés. Me mantuvieron en vilo casi las dos horas sin que nadie nos atreviéramos a ponerles un bozal. Mi diplomacia simplona me impidió rechistar, hasta que una de ellas hizo un ruido estentóreo que me animó, junto con la complicidad de otra pasajera, a decirles algo. Lo hice y se mofarón de mí, aunque se calmaron un poco. Lo malo de este arrebato es que llegó tarde, una hora y cuarenta minutos tarde y entonces apenas pude ya dormir. Cosas de la vida. Sin embargo, la casuística que también altera mi viaje son los ronquidos. No son peores que las emisiones de los exaltados, pero amigo mío, que no te coloquen a un roncador de compañero de viaje. Estos ruiditos de la naturaleza me han enervado desde pequeño. En general concilio muy mal el sueño y si alguien se pone a tocar la trompeta buconasal... Apaga y vámonos. Imposible. El caso es que después de vivir todo tipo de situaciones que alteran mi descanso, me faltaba por experimentar ésta, y voilà, un tipejo joven y despreocupado con muchísimo sueño, me acompañó todo el viaje y sin esperarlo, se puso a resoplar... ¡Yo pensaba que eso le ocurría a otros, pero no a mí! Inevitable, irritante. Sin tregua esta vez. Humor de perros y conclusión: ¡qué delicado soy para dormir en un tren! Hasta las cuatro y media del próximo lunes y cruzando los dedos para evitar adversidades...